A diario, miles de llamadas de teléfono solicitan nuestra participación en encuestas de calidad. Cuestionarios impresos o electrónicos se preocupan por nuestro nivel de satisfacción sobre los artículos que gastamos. La publicidad se desvive por ofrecernos productos hechos a nuestra medida y para ello elabora costosas consultas a sus ciudadanos-consumidores.
Vivimos en una época en que por primera vez es posible participar global e indirectamente en las decisiones de las grandes compañías. De alguna manera somos los “microaccionistas” de miles de empresas que buscan agradarnos, como lo haría un niño con un adulto del que espera conseguir una golosina, es decir, la compra de sus mercancías.
Y sin embargo, ahí se encuentra, simultáneamente, una de las mayores falacias de nuestro tiempo. En un mundo en que todo se consulta con el usuario, ninguna encuesta, ninguna solicitud de participación es desinteresada. Nada es gratuito. Cada una de esas miles de preguntas se preocupan por aumentar las ventas de productos de limpieza, seguros de hogar y galletas de fibra.
La solicitud de participación por tanto no es un regalo aunque se presente envuelto como tal, puesto que cualquiera de los participantes trata de obtener beneficios por medio de ella. Que dichos beneficios dejen o no de ser exclusivamente económicos es lo que permite hablar de participación fuera del ámbito puramente comercial.
Hablar de participación en arquitectura, y pretender librarla de su condición de placebo tal vez sea una de los mayores retos que cualquier proceso de este tipo está obligado a superar. La pregunta, ¿Qué obtiene la otra parte?, flota como una nube de sospecha en cada intento de acercamiento entre usuarios y gestores.
El clima de desconfianza por parte del ciudadano viene dado porque es bien sabido que habitualmente las encuestas no producen un cambio de dirección en la trayectoria de un organismo. La consulta sumerge todo en una salsa estadística que elimina los matices porque trata de bucear en lo global borrando y aniquilando la diferencia. Si el proceso de la participación descarta los incómodos pero ricos extremos de las campanas de gauss que marcan lo personal, se convierten en un potaje que no atiende objetivo que no sea el de aumentar el número de ventas y no la felicidad del ciudadano.
Y sin embargo, ¿qué sacan los otros?, ¿por qué iba un gestor de la ciudad a embarcarse en un proceso incierto y costoso?.
En los años setenta, la participación en arquitectura se empleó desde la óptica de una pura necesidad económica (1). Los usuarios cuando habían colaborado eran capaces de invertir y contribuir, incluso en lo económico, en el mantenimiento de las viviendas. Bastaba con que se contara con ellos a niveles de responsabilidad adecuados. De este modo los proyectos resultaban viables y los usuarios mantenían el control auténtico de su inversión. También podría decirse que el clima sociopolítico de aquel entonces apoyaba esas interacciones. Giancarlo Di Carlo dejó dicho de esa temperatura social volcada en el espacio público de finales de los años sesenta: “en realidad la arquitectura se volvió demasiado importante como para dejarla en manos de los arquitectos”.(2)
Indudablemente la consulta a los ciudadanos ha asumido desde entonces una función política. Pero no exclusivamente. “En el caso de planificar `para´ la gente el acto recordará para siempre que tiene un origen autoritario y represivo por muy liberales que fueran las intenciones de inicio. En el caso de planificar `con´ la gente, el acto se vuelve liberador y democrático, estimulando una participación múltiple y continua. Esto no solo dota al proyecto de auténtica legitimidad política, sino que la hace resistente al desgaste y el uso en circunstancias adversas”(3).
El beneficio para los órganos gestores estaba en el puro cumplimiento de sus promesas electorales o de sus ideologías, (que seguramente esperaban verse traducidas en un aumento del número de votos al finalizar el proceso). Por su parte los ciudadanos sentían de utilidad su aportación a la construcción de la ciudad y, por qué no, también a su propio hogar o credo político.
Desde el punto de vista sociológico otro de los beneficios que se ha barajado con estos procesos ha sido el de la integración de comunidades en barrios consolidados o el de generar vínculos entre los miembros de una comunidad. Un conjunto de vecinos que toma partido en el desarrollo de su entorno urbano no solo lo mantiene mejor sino que obtiene un sentimiento de pertenencia y se refuerzan sus lazos. Es decir, al organismo gestor del mantenimiento, las inversiones le resulta de menor coste a medio plazo, aunque por el contrario, el arranque de los procesos siempre resulta más pausado que lo deseable en una promoción de la que se espera obtener rentabilidades económicas inmediatas a ultranza.
Si hemos visto de un modo somero cuales son los beneficios mutuos que los procesos de participación acarrean, también es cierto que muchos de ellos pueden a veces camuflar un sistema de participación falso. La participación conlleva intrínsecamente que no todas las opiniones puedan ser tenidas en consideración o que tengan consecuencias en el diseño, lo cual no legitima que la participación pueda ser convocada persiguiendo un estado de apaciguamiento bovino fruto de la manipulación. Es decir, para su éxito debe asumirse por ambas partes un grado de frustración razonable producto del honesto conflicto entre posturas inevitablemente encontradas. Por un lado, que la participación pueda llegar a convertirse en un placebo, por otra, que la llegada de las conclusiones no se produzca en los plazos o las formas deseadas. Sherry Arnstein gradúa estos desequilibrios de la participación por medio de la imagen de una “escalera de la participación”, que sitúa en su parte superior el control pleno del ciudadano y en el inferior la pura manipulación.(4)
Es evidente que hoy se dan simultáneamente muchas de las motivaciones anteriores para el resurgir de la participación que estamos viviendo, sin embargo algo ha evolucionado respecto a ellas. Hoy las iniciativas no provienen mayoritariamente desde las instituciones, sino que cada vez más son las propias comunidades las encargadas de dar comienzo a procesos de participación de los que esperan obtener apoyo para su desarrollo. Los nuevos modos de convocatoria en red, el placer lúdico contenido en la participación y el creciente grado de madurez democrática de los ciudadanos exige reciprocidad a las instituciones que gestionan la ciudad.
Sin embargo el mayor beneficio que pueda obtener un ciudadano respecto a los procesos de participación, como decía el teórico de la participación, John Turner, quizás siga siendo el hecho de que es infinitamente mas fácil soportar los errores de diseño en el propio hogar si son responsabilidad de uno mismo que si son por culpa de otro (5).
Santiago de Molina
arquitecto y docente madrileño hace convivir la divulgación y enseñanza de la arquitectura, el trabajo en su oficina y el blog Múltiples estrategias de arquitectura
Notas:
(1) TURNER, John F.C., Housing by people: Towars autonomy in building environments, London, New York, Marion Boyars, 1991
(2) DE CARLO, Giancarlo, “Architecture´s public”, en Giancarlo di Carlo, Oxford, Butterworth, 1992, Ahora en AAVV. Architecture and Participation, Taylor and Francis, London and New York, 2009, pp. 13.
(3) Ibidem, pp. 15.
(4) ARNSTEIN, Sherry R. “A Ladder of Citizen Participation,” JAIP, Vol. 35, No. 4, July 1969.( http://www2.eastwestcenter.org/environment/CBFM/2_Arnstein.pdf)
(5) Op. Cit, TURNER, John F.C.